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Los buñuelos de la Reina

Los buñuelos de la Reina

El Gran Capitán fue el primero que le dio a la infantería la importancia que tiene en los combates, así como también a la artillería, de cuya arma, inventada hacía poco, sacó un gran partido.

En las batallas de Ceriñola y Garellano, nuestra infantería, poco numerosa, destrozó a los dos ejércitos franceses más poderosos, muriendo en la primera el propio duque de Nemours, que era su general en jefe.

Nadie supo como él utilizar la entonces nueva ingeniería militar, valiéndose del famoso Pedro Navarro, el mejor ingeniero militar de su tiempo. Muchos años después de la conquista de Granada, cuando regresaba victorioso de Italia, después de haber conquistado un reino para su patria, el Rey Fernando V, mal aconsejado por los envidiosos, se atrevió a pedir cuentas al Gran Capitán del empleo del botín conseguido.


Famosas se han hecho en la Historia las “Cuentas del Gran Capitán”, en las que incluía, entre otras cosas: “Para palas, picos y azadones para enterrar a los enemigos de Vuestra Majestad, mil millones. Y por haber tenido la paciencia de oír a Vuestra Majestad pedirme cuentas, dos mil”. Pues bien, esta gran figura de nuestra Historia, al enterarse de que la Reina tenía deseo de comer buñuelos, preguntó quién sabía por allí cerca fabricarlos, y le dijeron que en Granada había una mora buñolera que los hacía riquísimos, tanto que algunos se chupaban los dedos después de comerlos.


Ni corto ni perezoso, fue a su tienda Gonzalo de Córdoba, y en un momento se vistió de moro, montó en su caballo de guerra y se marchó a Granada a todo galope. Al llegar a la puerta de la ciudad gritó en árabe, cuya lengua conocía perfectamente: “¡Servicio del Rey!”, y le dejaron pasar. Llegó corriendo a la buñolería y, acercándose a la puerta hizo seña a la buñolera de que se acercase, como si fuera a encargarle unas docenas de buñuelos. ¡Cómo os relaméis, golosos!. La pobre mujer se aproximó al disfrazado caballero, el cual, apenas la tuvo a su alcance, la cogió por un brazo y, levantándola en alto, la sentó en el caballo. La sujetó con el brazo izquierdo y, enristrando la lanza con el derecho, picó espuelas al caballo, y este saliódisparado por las calles y plazas, hasta volver a la puerta de la ciudad. Esta vez arremetió, sin decir palabra, lanza en ristre, como quién dice: ¡aparta, que mancho!, y aprovechando la sorpresa de los centinelas, salió hacia su campamento.


A todo esto, la buñolera no había dicho esta boca es músa, porque creyó que todo lo que le pasaba era cosa de encantamiento, y se había desmayado del susto.

Después de todo fue lo mejor que pudo hacer, pues sino hubiera obligado a Gonzalo a intentar convencerla, con frases dulces y halagüeñas, de que nada malo le sucedería estando en poder de un caballero cristiano. Cuando llegó el Gran Capitán al campamento de Santa Fe, con su buñolera ya más animada, pues el fresco y la velocidad del caballo la habían espabilado, se acercó Gonzalo a la tienda de los Reyes y, bajándose del caballo, dijo: “Señora, Vuestra Majestad quería comer buñuelos esta noche, y yo le traigo la mejor buñolera de Granada”.


No hay que decir el asombro de cuantos presenciaron o supieron esta escena, y cuanto se celebró la audacia del insigne guerrero que así había expuesto su vida por satisfacer un deseo de su soberana.
Aunque a mí no me gustan los buñuelos, comprendo el entusiasmo por la llegada de la mora buñolera, y me figuro a la flor y nata de la nobleza castellana chupándose los dedos después de comerse cada buñolete.


La Reina parece que los celebró con grandes muestras de entusiasmo, pero regañó soberanamente al Gran Capitán por haber arriesgado su vida por algo de tan poca sustancia y tanto aceite.
Ignoro cómo se excusaría el Gran Capitán, porque nada dice de ello la Historia; pero es el caso que en adelante fue más prudente y no trató de meterse en aventuras que nada bueno conseguían para la patria.
De esto se deduce: que no es prudente arriesgarse en acciones locas por tan pobres motivos, pues para una vez que salgan bien, ciento salen mal.
Y, en fin, si no creéis lo que os he contado, pregunt?dselo a Diego Pérez de Hita, que fue quien lo escribió. FIN

(*) Que poco se imaginaba mi abuelo Saturnino, al escribir este cuento, que, años más tarde, su hija Carmen se casaría con otro Gonzalo Fernández de Córdoba, y que un siglo después de escribirlo, el hijo de estos, yo, adaptaría el texto al castellano de hoy para incluirlo en esta página web.



      

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