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EL CAPELLÁN Y EL PALOMINO

Cuento popular recogido por Juan de Timoneda (S. XVI) en su libro «Sobremesa y alivio de caminantes» (Cuento LXXII)
Francisco J. Briz Hidalgo

Un capellán estaba comiendo en la posada de una aldea un palomino asado cuando entró un caminante y pidió al posadero que le diese algo de comer.

El posadero le contestó que lo único que le quedaba era un palomino y ya se lo había preparado al capellán.

Entonces el caminante rogó al capellán que compartiese con él la comida y que la pagarían a medias, pero el capellán se negó y continuó comiendo.

El caminante sólo tomó pan y vino.

Cuando el capellán terminó de comer le dijo: - Habéis de saber, reverendo, que aunque no hayáis aceptado compartir conmigo la comida, el palomino nos lo hemos comido entre los dos, vos con el sabor y yo con el olor. Respondió el capellán: - Si eso es así, tendréis que pagar vuestra parte del palomino.

Comenzaron a discutir y como el sacristán de la aldea estaba en la posada le pidieron que actuara como juez en la disputa.

El sacristán le preguntó al capellán cuánto le había costado el palomino. Contestó que un real. Mandó al caminante que sacase medio real y lo dejó caer sobre la mesa haciéndolo sonar y le dijo al capellán: - Reverendo, con el sonido de esta moneda tened por pagado el olor del palomino.

Dijo entonces uno de los huéspedes de la posada: - A buen capellán, mejor sacristán.



Los pasteles y la muela

Cuento popular recogido por Juan de Timoneda (S. XVI) en su libro Sobremesa y alivio de caminantes (Cuento XXII)



Un labrador tenía muchas ganas de ver al Rey porque pensaba que el Rey sería mucho más que un hombre. Así que le pidió a su amo su sueldo y se despidió.


Durante el largo camino hasta la Corte se le acabó todo el dinero y cuando vio al Rey y comprobó que era un hombre como él, pensó: «Por ver un simple hombre he gastado todo mi dinero y sólo me queda medio real»


Del enfado le empezó a doler una muela y con el dolor y el hambre que tenía no sabía qué hacer, porque pensaba:

«Si me saco la muela y pago con este medio real, quedaré muerto de hambre. Si me compro algo de comer con el medio real, me dolerá la muela»


Estaba pensando lo que iba a hacer cuando, sin darse cuenta, se fue arrimando al escaparate de una pastelería donde los ojos se le iban detrás de los pasteles.


Vinieron a pasar por allí dos lacayos que le vieron tan embobado contemplando los pasteles que para burlarse de él le preguntaron:
- Villano, ¿cuántos pasteles te comerías de una vez?
Respondió: 
- Tengo tanta hambre que me comería quinientos.
Ellos dijeron: 
- ¡Quinientos! ¡Eso no es posible! 
Replicó: 
- ¿Os parecen muchos?, podéis apostar a que soy capaz de comerme mil pasteles.
Dijeron: 
- ¿Qué apostarás? 
- Que si no me los comiere me saquéis esta primera muela, dijo señalando la muela que le dolía. 
Estuvieron de acuerdo, así que el villano empezó a comer pasteles hasta que se hartó, entonces paró y dijo:
- He perdido, señores.


Los otros, muy regocijados y bromeando, llamaron a un barbero que le sacó la muela. Para burlarse de él decían:
- ¿Habéis visto este necio villano que por hartarse de pasteles se deja sacar una muela? 
Respondió él: 
- Mayor necedad es la vuestra, que me habéis matado el hambre y sacado una muela que me estaba doliendo.
Al oír esto todos los presentes comenzaron a reír. Los lacayos humillados pagaron y se fueron.


      

EL ABAD Y LOS TRES ENIGMAS

Francisco J. Briz Hidalgo

Esto era una vez un viejo monasterio, situado en el centro de un enorme y frondoso bosque, en el que vivían muchos frailes.

Cada fraile tenía una misión diferente. Así había un fraile portero, otro médico, otro cocinero, otro bibliotecario, otro pastor, otro jardinero, otro hortelano, otro maestro, otro boticario.

Es decir, había un fraile para cada cosa y todos llevaban una vida monástica entregada al estudio y a la oración.

Como en todos los monasterios, el fraile que más mandaba era el abad. Se cuenta que había llegado a oídos del Señor Obispo de aquella región que el abad del monasterio era un poco tonto y no estaba a la altura de su cargo.

Para comprobar las habladurías de la gente le hizo llamar y le dio un año de plazo para que resolviera los tres enigmas siguientes:

1º) Si yo quisiera dar la vuelta al mundo, ¿cuánto tardaría?

2º) Si yo quisiera venderme, ¿cuánto valdría?

3º) ¿Qué cosa estoy yo pensando que no es verdad?

El abad regresó al monasterio y se sentó en su despacho a pensar y pensar, y pensó tanto que por las orejas le salía humo. Se pasaba todo el día pensando, pero no se le ocurría nada; pensar sólo le daba un fuerte dolor de cabeza.

Hasta entró en la biblioteca del monasterio por primera vez en su vida para buscar y rebuscar en los libros las soluciones y las respuestas que necesitaba.

Pasaba el tiempo sin que el abad resolviera los enigmas que le había planteado el Señor Obispo. Cuando ya quedaban pocos días para que se cumpliera el año de plazo salió a pasear por el bosque y se sentó desesperado debajo de un árbol.

      

Un joven y humilde fraile pastor que estaba cuidando las ovejas del monasterio le oyó lamentarse y le preguntó qué le ocurría. El abad le contó la entrevista con el Señor Obispo y los tres enigmas que le había planteado para probar sus conocimientos.

El frailecillo le dijo que no se preocupara más porque él sabría como contestar al Señor Obispo. Así que, el mismo día que se terminaba el año de plazo, se presentó el joven fraile ante el Señor Obispo disfrazado con el hábito del abad y la cabeza cubierta con la capucha para que el Obispo no pudiera reconocerlo.

Después de recibirlo, el Señor Obispo quiso saber las respuestas a sus enigmas y volvió a plantear al falso abad la primera pregunta:

- Si yo quisiera dar la vuelta al mundo... ¿cuánto tardaría? -

- Si Su Ilustrísima caminara tan deprisa como el sol -contestó rápidamente el frailecillo- sólo tardaría veinticuatro horas.

El Obispo después de pensarlo un rato quedó satisfecho con la respuesta, así que pasó a la segunda pregunta:

- Si yo quisiera venderme... ¿cuánto valdría? El frailecillo respondió sin dudarlo: - Quince monedas de plata. Cuando el Obispo oyó esta respuesta preguntó: - ¿Por qué quince monedas? - Porque a Jesucristo lo vendieron por treinta monedas de plata y es lógico pensar que Su Ilustrísima valga sólo la mitad.

Le iban convenciendo al Señor Obispo las respuestas de aquel abad y empezaba a pensar que no era tan tonto como le habían dicho. Entonces realizó la tercera y última pregunta: -

¿Qué cosa estoy yo pensando que no es verdad? - Su Ilustrísima piensa que yo soy el abad del monasterio cuando en realidad sólo soy el fraile que cuida de las ovejas.

Entonces el Obispo, dándose cuenta de la inteligencia de aquel joven fraile, decidió que el frailecillo ocupara el cargo de abad y que el abad se encargara de las ovejas.

Y colorín, colorado este cuento se ha acabado, si quieres que te lo cuente otra vez cierra los ojos y cuenta hasta tres.

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